Rafael Luciani 11 de noviembre de 2017
Los
cristianos creemos que en la praxis de Jesús se revela la voluntad de Dios y
por tanto lo que Él provee o no. Jesús entiende que el desarrollo histórico de
los pueblos no depende del azar o la improvisación, como tampoco de un supuesto
destino escrito. La historia se construye y se asume responsable y honestamente.
Su medida será la altura de nuestra propia humanidad.
Por
ello, un primero paso es reconocer las cargas que soportan las mayorías, así
como lo vio Jesús en su pueblo (Mt 15,28) fruto de políticas discriminatorias.
Otro es la apuesta por el camino de la justicia y la verdad (Mt 21,31), a
diferencia de quienes optan por la violencia (Lc 20,19) y el autoritarismo (Lc
9,54) para sostenerse en el poder. Pero ¿será que hacemos caso a líderes que,
como en otrora, actúan como ciegos que guían a otros ciegos (Mt 15,12)?
Así
como nosotros, también Jesús se preguntó qué es lo que Dios quiere y puede
proveer en una sociedad fracturada y desesperanzada. La respuesta no la
encontró en los políticos de turno, sino en los profetas: «algo espantoso ha
ocurrido en este país y mi pueblo tan campante» (Jer 5,30-31), mientras «la
maldad no tiene límites» (Jer 5,28). «¿Es que acaso no buscan tus ojos la
verdad?» (Jer 5,3), «no ves que el salario no alcanza para subsistir» y la
«inseguridad reina» (Zac 8,10). «¿Sabremos discernir lo que sucede a nuestro
alrededor?» (Lc 12,56-57).
Dios
no quería lo que sucedía ni proveía su favor al poderoso o al victimario. Estos
pensaban en el propio beneficio mientras la gran mayoría padecía sufrimientos.
Jesús denunció todo esto usando parábolas, contando cómo muchos tenían que ir a
las plazas a sortear un día de trabajo (Mt 20,1) y había hambre (Lc 16,19-21),
mientras que la indolencia crecía (Lc 11,5-7). Clamaba: ¿hasta dónde llega la
indolencia? ¿es que no se quiere la paz? (Lc 19,41-42).
Muchos
conflictos son producidos por dos tipos de personas. Primero, aquellos que
absolutizan credos religiosos o adhesiones ideológicas por encima de cada
persona concreta y sus necesidades reales. Segundo, los que con su indolencia e
indiferencia permiten que las cosas sigan empeorando cada vez más. La historia
parece repetirse. Tanto que nos asombra encontrar a un corazón compasivo (Lc
10,36-37) a quien le duela lo que sucede (Lc 18,18) y reaccione sin dejarse
corromper por el poder o el dinero.
Debemos
recuperar el discurso de la justicia social por la vía de la paz y la praxis de
la solidaridad fraterna (Mt 5,6.9-10). Para ello, es indispensable que
desabsoluticemos las propias ideologías y los credos que nos separan y
polarizan, e impiden que reconozcamos lo mal que estamos. Jesús nunca apoyó una
revolución política o religiosa. Sabía sus consecuencias. Pero sí impulsó
procesos de cambio social y cultural porque entendió que sólo «habría paz si se
siembra» (Zac 8,12) y «de su construcción dependería nuestro desarrollo humano»
(Mt 5,9).
En
nuestro contexto no es Dios quien hará los cambios necesarios. No somos
marionetas de un destino improvisado, pero tampoco esclavos de una ideología.
No perdamos la esperanza presente mientras nos roban el futuro.
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