Miguel Pastorino 30 de septiembre de 2017
Actualmente
hay un gran interés en la lectura de revelaciones privadas y mensajes de santos
que hablan en un lenguaje apocalíptico, y se toman peligrosamente al pie de la letra
si no hay una adecuada catequesis al respecto. Esto sucede especialmente
con temas especialmente vinculados al fin del mundo, el infierno, el
purgatorio, ángeles y demonios.
Tal
vez sea una natural reacción al exceso de secularización interna que ha vivido
la Iglesia Católica, que en las últimas décadas ha abandonado o marginado
en la catequesis estos temas. El problema es que las
enseñanzas que circulan sobre cuestiones escatológicas o sobrenaturales no se
encuentran dentro de la sana doctrina de la Iglesia, sino que se interpretan en
forma literal y mágica, fomentando no pocas veces una gran superstición y una
imagen de Dios contraria a la revelada por Jesús en el Evangelio.
Incluso
hay quienes citan a exorcistas, que solo ejercen un ministerio pastoral, como
si fueran demonólogos autorizados para enseñar en nombre de la Iglesia. En
la Iglesia, son los obispos los que tienen la potestad de enseñar con autoridad
sobre estos asuntos que tocan a la fe. Lo demás son opiniones, aún la de los
teólogos. Es importante en todos estos temas volver a la Biblia y al
Catecismo de la Iglesia Católica, para saber lo que realmente creemos los
católicos y no caer en supersticiones y miedos irracionales.
En
todos los tiempos de crisis surgen con mucha fuerza profecías y visiones sobre
el fin del mundo y el tono apocalíptico suele confundir a muchos creyentes que
toman literalmente las imágenes de muchas visiones que han tenido santos y
videntes.
La
idea de que “llegarán tres días de oscuridad” y que se
desatará una horda de demonios sobre la humanidad, acompañados de
toda clase de pavorosos sufrimientos y calamidades, se ha repetido desde el
siglo XIX por religiosas con experiencias místicas como Ana Catalina Emmerick,
luego se lo vincula con las apariciones de Fátima, y fue reavivado el tema con
fuerza en los llamados “secretos” de Medjugorje, así como también en
escritos atribuidos al Padre Pío. ¿Cómo se deben interpretar esos “días de
oscuridad”?
Revelaciones
privadas en la Iglesia
El
Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “a lo largo de los siglos hubo
revelaciones llamadas privadas, algunas de las cuales han sido reconocidas por
la autoridad de la Iglesia. Sin embargo, no pertenecen al depósito de
la fe. Guiados por el Magisterio de la Iglesia, los fieles deben
discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica
de Cristo o de sus santos a la Iglesia”. Es decir que no están los
católicos obligados a creerlo, porque no pertenece a la Revelación pública, no
están a la misma altura de la Palabra de Dios ni de la Tradición de la Iglesia.
San
Juan de la Cruz escribió al respecto: “Si la fe ya está fundada en Cristo y en
el Evangelio, no hay para qué preguntar más. En Cristo, Dios ya dijo todo lo
que tenía que decir. Y buscar nuevas revelaciones y o visiones sería una ofensa
a Dios, pues sería como sacar los ojos de Cristo, buscando alguna otra novedad”[1].
Son la
Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia quienes juzgan
cualquier tipo de revelación privada y no al revés. Como afirmaba el
Card. Joseph Ratzinger: “los videntes ven, pero es la Iglesia quien
interpreta”.
¿Qué
es lo que ve un vidente?
Las
apariciones o visiones -cuando son verdaderas-, no son una comunicación directa
con Dios, en estado puro. En el mensaje del vidente se mezclan sus experiencias
psicológicas y culturales, su visión del mundo, la mentalidad de la época y
otras muchas cosas. Lo que enseñan nunca debe tomarse al pie de la
letra en forma fundamentalista. Los videntes, aunque sean grandes santos y
místicos, siempre transmiten una experiencia reelaborada por su subjetividad
psíquica y espiritual.
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criterios hay para aceptar o rechazar las “nuevas revelaciones” espirituales?
El 26
de junio del año 2000, el entonces Card. Joseph Ratzinger en su comentario
teológico al tercer secreto de Fátima escribe: “Está claro que en las visiones
de Lourdes, Fátima, etc. no se trata de la normal percepción externa de los
sentidos: las imágenes y las figuras, que se ven, no se hallan exteriormente en
el espacio, como se encuentran un árbol o una casa. Esto es absolutamente evidente,
por ejemplo, por lo que se refiere a la visión del infierno (descrita en la
primera parte del «secreto» de Fátima) o también la visión descrita en la
tercera parte del «secreto», pero puede demostrarse con mucha facilidad también
en las otras visiones, sobre todo porque no todos los presentes las veían, sino
de hecho sólo los «videntes»… El sujeto, el vidente, está involucrado de un
modo aún más íntimo. Él ve con sus concretas posibilidades, con las
modalidades de representación y de conocimiento que le son accesibles. Tales
visiones nunca son simples ‘fotografías’ del más allá, sino que llevan en
sí también las posibilidades y los límites del sujeto perceptor”.
Se ha
enseñado desde la Santa Sede que este tipo de mensajes no deben
entenderse como descripción con sentido fotográfico de acontecimientos futuros,
por lo que la clave de lectura es de carácter simbólico y espiritual, pero no
un cronograma del futuro.
La
autoridad de santos y videntes
La
santidad de una persona no la hace necesariamente una autoridad doctrinal para
la fe de la Iglesia. Si tuvo visiones o realizó profecías, no se toman como
verdad revelada por Dios, sino que ha de interpretarse por el Magisterio de la
Iglesia como revelación privada. Los santos en la historia de la
Iglesia son un tesoro de sabiduría espiritual y son un modelo del seguimiento
de Cristo para los creyentes, pero no un oráculo sobre el futuro.
¿Y los
tres días de oscuridad?
No son
doctrina de la Iglesia, ni algo que se deba creerse en forma literal, sino como
un llamado piadoso a la conversión y a la perseverancia en la oración. Esta
enseñanza no aparece en los Evangelios ni en la Tradición de la Iglesia.
Cuando
la Biblia utiliza la expresión “fin de los tiempos”, no está expresando
simplemente que todo acabará, sino que la realidad será transformada en un
“cielo nuevo y una tierra nueva”. “En cuanto al día y la hora, nadie lo
sabe ni los mismos ángeles del cielo, ni siquiera el Hijo de Dios. Solamente el
Padre lo sabe” (Mt. 24, 36 y Mc. 13, 32).
Jesús
no dio fecha ni horario para que podamos agendarlo. “A ustedes no les toca
saber cuándo o en qué fecha el Padre va a hacer las cosas que solamente El
tiene autoridad para hacer” (Hch. 1, 1-7). De hecho, cuando en la Biblia “se
habla del fin del mundo, la palabra “mundo” no se refiere primariamente al
cosmos físico, sino al mundo humano, a la historia del hombre. Esta forma de
hablar indica que este mundo llegará a un final querido y realizado por Dios”[2].
Los
textos bíblicos sobre el fin expresan su finalidad, no una cronología futura de
los hechos. De allí que cualquiera que pretenda sacar conclusiones sobre
cómo será el futuro con los textos apocalípticos, fracasará, porque no revelan
el futuro. Los contenidos de estos textos expresan una lógica superior
que liga los acontecimientos históricos englobándolos en un plan que da sentido
a toda la historia: el plan de Dios, quien es el dueño absoluto de la historia.
No
sería raro que quienes buscan afanosamente adivinar la llegada de esos
fatídicos tres días de oscuridad, lleven ya muchos años en penumbras…
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