Rafael Luciani 09 de septiembre de 2017
Una de
las acciones que más impactó a los seguidores de Jesús fue percatarse de cómo
él aprendió a cargar con el rostro del que sufre, acogiendo con acciones
concretas a pecadores y enfermos. Su clave fue la «compasión», esa actitud que
hemos olvidado en la vida sociopolítica y en la religión. Jesús miraba a los
otros sintiendo «compasión por ellos» (Mc 6,34), denunciando así que el
verdadero pecado estaba en la falta de compasión de quien está deshumanizado hasta
el extremo de hacer de la impiedad una práctica más, sin importarle el futuro y
el bien de las personas.
Pero
«vivir compasivamente» tiene consecuencias. Jesús no pide primero el
arrepentimiento del pecador para luego decirle que Dios lo ama; él se le acercaba
corriendo el riesgo de que otros hablaran mal de él (Mc 2,16) y lo considerasen
impuro por no seguir las prácticas religiosas convencionales (Mt 9,11-13).
Estaba con ellos sin avergonzarse (Lc 5,30). No los purificaba, porque no era
sacerdote, y tampoco les exigía prácticas penitenciales porque no era escriba
ni fariseo (Lc 7,48). Simplemente les perdonaba (Jn 8,1-11) con la autoridad de
quien ama compasivamente (Lc 7,47) porque para él perdonar no consistía en
ponerse como juez delante de ellos hasta que confesaran sus culpas.
Este
acto de gracia solidaria devolvía la alegría de vivir y la posibilidad de
confiar en las potencialidades que otros les habían negado al haberlos excluido
de oficios sociopolíticos y prácticas religiosas. En Jesús encontraban a
alguien que compartía sus dolencias y sufrimientos, sus esperanzas y anhelos;
uno que disfrutaba de su compañía y nunca les insultaba.
A
diferencia de muchos políticos y religiosos que suelen hacer del maltrato una
práctica normal, Jesús vivió «llevando nuestras enfermedades y cargando con
nuestros dolores» (Is 53,4). Eso significa que entregó su vida a los más
vulnerables de la sociedad, la política y la religión, y se ocupó de
devolverles la dignidad que le habían negado los que creían interpretar la
voluntad divina (Mt 9,12-13; Mc 2,17; Lc 20,45-47). Incluso, llegó a decir que
los publicanos, que eran los colaboracionistas del poder romano, y las
prostitutas, que habían sido excluidas de los ritos religiosos, «creyeron» (Mt
21,32), mientras que los líderes políticos y religiosos, así como algunos de
sus seguidores, «no tenían fe». Aún más: reconoció que sujetos considerados
«ateos», como el centurión, tenían una «fe más grande que todos» (Lc 7,6-10),
ellos son los que «llegarán antes al Reino de Dios» (Mt 21,31) y no «muchos que
se tienen por justos y desprecian a los demás» (Lc 18,9).
Para
Jesús la fe no nace en el culto, sino en la compasión, cuyo modelo es Dios (Lc
6,36). Por ello, se da en cualquier persona, incluso entre ateos o pecadores,
porque la misma trasciende a toda religión e ideología. ¿No es esta una buena
noticia? Cómo nos hace falta regresar a la praxis de Jesús de Nazaret.
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