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domingo, 10 de septiembre de 2017

Jesús ante la falta de compasión, por @rafluciani



Rafael Luciani 09 de septiembre de 2017

Una de las acciones que más impactó a los seguidores de Jesús fue percatarse de cómo él aprendió a cargar con el rostro del que sufre, acogiendo con acciones concretas a pecadores y enfermos. Su clave fue la «compasión», esa actitud que hemos olvidado en la vida sociopolítica y en la religión. Jesús miraba a los otros sintiendo «compasión por ellos» (Mc 6,34), denunciando así que el verdadero pecado estaba en la falta de compasión de quien está deshumanizado hasta el extremo de hacer de la impiedad una práctica más, sin importarle el futuro y el bien de las personas.

Pero «vivir compasivamente» tiene consecuencias. Jesús no pide primero el arrepentimiento del pecador para luego decirle que Dios lo ama; él se le acercaba corriendo el riesgo de que otros hablaran mal de él (Mc 2,16) y lo considerasen impuro por no seguir las prácticas religiosas convencionales (Mt 9,11-13). Estaba con ellos sin avergonzarse (Lc 5,30). No los purificaba, porque no era sacerdote, y tampoco les exigía prácticas penitenciales porque no era escriba ni fariseo (Lc 7,48). Simplemente les perdonaba (Jn 8,1-11) con la autoridad de quien ama compasivamente (Lc 7,47) porque para él perdonar no consistía en ponerse como juez delante de ellos hasta que confesaran sus culpas.

Este acto de gracia solidaria devolvía la alegría de vivir y la posibilidad de confiar en las potencialidades que otros les habían negado al haberlos excluido de oficios sociopolíticos y prácticas religiosas. En Jesús encontraban a alguien que compartía sus dolencias y sufrimientos, sus esperanzas y anhelos; uno que disfrutaba de su compañía y nunca les insultaba.

A diferencia de muchos políticos y religiosos que suelen hacer del maltrato una práctica normal, Jesús vivió «llevando nuestras enfermedades y cargando con nuestros dolores» (Is 53,4). Eso significa que entregó su vida a los más vulnerables de la sociedad, la política y la religión, y se ocupó de devolverles la dignidad que le habían negado los que creían interpretar la voluntad divina (Mt 9,12-13; Mc 2,17; Lc 20,45-47). Incluso, llegó a decir que los publicanos, que eran los colaboracionistas del poder romano, y las prostitutas, que habían sido excluidas de los ritos religiosos, «creyeron» (Mt 21,32), mientras que los líderes políticos y religiosos, así como algunos de sus seguidores, «no tenían fe». Aún más: reconoció que sujetos considerados «ateos», como el centurión, tenían una «fe más grande que todos» (Lc 7,6-10), ellos son los que «llegarán antes al Reino de Dios» (Mt 21,31) y no «muchos que se tienen por justos y desprecian a los demás» (Lc 18,9).

Para Jesús la fe no nace en el culto, sino en la compasión, cuyo modelo es Dios (Lc 6,36). Por ello, se da en cualquier persona, incluso entre ateos o pecadores, porque la misma trasciende a toda religión e ideología. ¿No es esta una buena noticia? Cómo nos hace falta regresar a la praxis de Jesús de Nazaret.

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