Papa Francisco 07 de septiembre de 2017
Tras
una breve reunión en el Palacio Cardenalicio en Bogotá, el pontífice leyó un
emotivo discurso dirigido a los asistentes de la Plaza de Bolívar, en su
mayoría jóvenes. Estas son sus palabras completas.
Queridos
hermanos y hermanas:
Los
saludo con gran alegría y les agradezco la calurosa bienvenida. "Al entrar
en una casa, digan primero: '¡Que descienda la paz sobre esta casa!'. Y si hay
allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario,
volverá a ustedes". (Lc 10,5-6)
Hoy
entro a esta casa que es Colombia diciéndoles, ¡la paz con ustedes! Así era la
expresión de saludo de todo judío y también de Jesús. Porque quise venir hasta
aquí como peregrino de paz y de esperanza, y deseo vivir estos momentos de
encuentro con alegría, dando gracias a Dios por todo el bien que ha hecho en
esta nación, en cada una de sus vidas.
Vengo
también para aprender; sí, aprender de ustedes, de su fe, de su fortaleza ante
la adversidad. Han vivido momentos difíciles y oscuros, pero el Señor está
cerca de ustedes, en el corazón de cada hijo e hija de este país. Él no es
selectivo, no excluye a nadie sino que abraza a todos; y todos somos
importantes y necesarios para él. Durante estos días quisiera compartir con
ustedes la verdad más importante: que Dios los ama con amor de padre y los
anima a seguir buscando y deseando la paz, aquella paz que es auténtica y
duradera.
Veo
aquí a muchos jóvenes que han venido de todos los rincones del país: cachacos,
costeños, paisas, vallunos, llaneros. Para mí siempre es motivo de gozo
encontrarme con los jóvenes. En este día les digo: mantengan viva la alegría,
es signo del corazón joven, del corazón que ha encontrado al Señor. Nadie se la
podrá quitar (cf. Jn 16,22). No se la dejen robar, cuiden esa alegría que todo
lo unifica en el saberse amados por el Señor. El fuego del amor de Jesucristo
hace desbordante ese gozo, y es suficiente para incendiar el mundo entero.
¡Cómo no van a poder cambiar esta sociedad y lo que se propongan! ¡No le teman
al futuro! ¡Atrévanse a soñar a lo grande! A ese sueño grande los quiero
invitar hoy.
Ustedes,
los jóvenes, tienen una sensibilidad especial para reconocer el sufrimiento de
otros; los voluntariados del mundo entero se nutren de miles de ustedes que son
capaces de resignar tiempos propios, comodidades, proyectos centrados en
ustedes mismos, para dejarse conmover por las necesidades de los más frágiles y
dedicarse a ellos. Pero también puede suceder que hayan nacido en ambientes
donde la muerte, el dolor, la división han calado tan hondo que los hayan
dejado medio mareados, como anestesiados: dejen que el sufrimiento de sus
hermanos colombianos los abofetee y los movilice. Ayúdennos a nosotros, los
mayores, a no acostumbrarnos al dolor y al abandono.
También
ustedes, chicos y chicas, que viven en ambientes complejos, con realidades
distintas y situaciones familiares de lo más diversas, se han habituado a ver
que no todo es blanco ni todo es negro; que la vida cotidiana se resuelve en
una amplia gama de tonalidades grises y esto los puede exponer al riesgo de
caer en una atmósfera de relativismo, dejando de lado esa potencialidad que
tienen los jóvenes, la de entender el dolor de los que han sufrido. Ustedes
tienen la capacidad no sólo de juzgar, señalar desaciertos, sino también esa
otra capacidad hermosa y constructiva: la de comprender. Comprender que incluso
detrás de un error —porque el error es error y no hay que maquillarlo— hay un
sinfín de razones, de atenuantes. ¡Cuánto los necesita Colombia para ponerse en
los zapatos de aquellos que muchas generaciones anteriores no han podido o no
han sabido hacerlo, o no atinaron con el modo adecuado para lograr comprender!
A
ustedes, jóvenes, les es tan fácil encontrarse. Les basta un rico café, un
refajo, o lo que sea, como excusa para suscitar el encuentro. Los jóvenes
coinciden en la música, en el arte... ¡Si hasta una final entre el Atlético
Nacional y el América de Cali es ocasión para estar juntos! Ustedes pueden
enseñarnos que la cultura del encuentro no es pensar, vivir, ni reaccionar
todos del mismo modo; es saber que más allá de nuestras diferencias somos todos
parte de algo grande que nos une y nos trasciende, somos parte de este
maravilloso país.
También
vuestra juventud los hace capaces de algo muy difícil en la vida: perdonar.
Perdonar a quienes nos han herido; es notable ver cómo no se dejan enredar por
historias viejas, cómo miran con extrañeza cuando los adultos repetimos
acontecimientos de división simplemente por estar atados a rencores. Ustedes
nos ayudan en este intento de dejar atrás lo que nos ofendió, de mirar adelante
sin el lastre del odio, porque nos hacen ver todo el mundo que hay por delante,
toda la Colombia que quiere crecer y seguir desarrollándose; esa Colombia que
nos necesita a todos y que los mayores le debemos a ustedes.
Y
precisamente por esto enfrentan el enorme desafío de ayudarnos a sanar nuestro
corazón; a contagiarnos la esperanza joven que siempre está dispuesta a darle a
los otros una segunda oportunidad. Los ambientes de desazón e incredulidad
enferman el alma, ambientes que no encuentran salida a los problemas y
boicotean a los que lo intentan, dañan la esperanza que necesita toda comunidad
para avanzar. Que sus ilusiones y proyectos oxigenen Colombia y la llenen de
utopías saludables.
Sólo
así se animarán a descubrir el país que se esconde detrás de las montañas; el
que trasciende titulares de diarios y no aparece en la preocupación cotidiana
por estar tan lejos. Ese país que no se ve y que es parte de este cuerpo social
que nos necesita: descubrir la Colombia profunda. Los corazones jóvenes se
estimulan ante los desafíos grandes: ¡Cuánta belleza natural para ser
contemplada sin necesidad de explotarla! ¡Cuántos jóvenes como ustedes precisan
de su mano tendida, de su hombro para vislumbrar un futuro mejor!
Hoy he
querido estar estos momentos con ustedes; estoy seguro de que ustedes tienen el
potencial necesario para construir la nación que siempre hemos soñado. Los
jóvenes son la esperanza de Colombia y de la Iglesia; en su caminar y en sus
pasos adivinamos los del mensajero de la paz, de Aquél que nos trae noticias
buenas.
Queridos
hermanos y hermanas de este amado país. Me dirijo ahora a todos, niños,
jóvenes, adultos y ancianos, como quien quiere ser portador de esperanza: que
las dificultades no los opriman, que la violencia no los derrumbe, que el mal
no los venza. Creemos que Jesús, con su amor y misericordia que permanecen para
siempre, ha vencido el mal, el pecado y la muerte. Sólo basta salir a su
encuentro. Los invito al compromiso, no al cumplimiento, en la renovación de la
sociedad, para que sea justa, estable, fecunda. Desde este lugar, los animo a afianzarse
en el Señor, es el único que nos sostiene y alienta para poder contribuir a la
reconciliación y a la paz.
Los
abrazo a todos y a cada uno, a los enfermos, a los pobres, a los marginados, a
los necesitados, a los ancianos, a los que están en sus casas… a todos; todos
están en mi corazón. Y ruego a Dios que los bendiga. Y, por favor, no se
olviden de rezar por mí.
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