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viernes, 29 de septiembre de 2017

Al Carnaval do Brasil (2da. Parte), por @carlosmelo1962




Carlos Mauricio Melo Pedroza 26 de septiembre de 2017
@carlosmelo1962

A la mañana del 16 de febrero de 1983, salimos temprano a conocer la Misión de los Franciscanos en Kavanayén, una construcción con un frente espectacular de grandes bloques de piedra, pero que es pura fachada, además vimos la casa de Caldera (así le decían) y salimos a conocer el Salto Apongüao.
Llegamos al Apongüao, estacionamos, donde los indígenas nos indicaron y donde de una vez nos cobraron, porque serán indígenas, pero el capitalismo lo tienen bien arraigado, cobran hasta porque les robemos el alma con una fotografía. El estacionamiento queda, justo lateral a la cima del salto, desde allí se ve la majestuosidad del espectáculo, se puede observar el arcoíris causado por la nube de agua que causa la llovizna del salto, pero también se puede bajar por una trocha, a la laguna donde cae el gran chorro desde 120 metros… ya desde abajo sabes que la naturaleza es mucho más grande que tú, te sientes insignificante ante esta maravilla, ante una gran cortina gigante de agua, una extraordinaria comunión con la madre tierra, eso hay que vivirlo para igual no poder describirlo. El clan de los cinco, no nos cambiábamos por nadie, éramos los exploradores de tanto verde, azul y blanco. Nos bañamos en la laguna, tomamos de esa agua cristalina, disfrutamos cada segundo en el Gran Apongüao y cuando decidimos que ya era suficiente, ahora saldríamos a Santa Elena de Uairén, en la frontera sur, la última frontera de Venezuela. Después del baño, subimos por el mismo camino al lado del Salto y llegamos al CJ5 azul, y allí, ¡comenzó Cristo a Padecer!
Una gran mancha de aceite bajo el Gran CJ5 azul… Darío medio sabia de mecánica, Jorge sabía no preocuparse por nada y yo, no sabía nada. Darío checo por debajo del jeep, y con gran sabiduría determinó que el filtro de aceite estaba roto… quizá una piedra, pero lo cierto es que nuestro stock de repuestos se limitaba al bidón de gasolina y una garrafa de aceite y estábamos en medio de la nada, nos quedaba un pedazo de pan y la garrafa de aceite.
Establecimos el plan de acción, Pablo, en el Gran CJ7 Marrón iría a Kavanayén y compraría en la tienda de abarrotes un filtro y regresaría para instalarlo. Lástima que en Kavanayén no hubiera tienda de abarrotes, y por ningún lado vendían filtros, de alguna manera busco a John Junior y con él fueron a la única tienda donde quizá se podría conseguir el filtro, el basurero del pueblo. Allí buscaron y sería con ayuda de la divina providencia que consiguieron un filtro PS-1001, la especificación requerida, el mecánico y dueño del vehículo, Darío lo lavo con gasolina, y diría yo que quedó como nuevecito, se levantó con un gato al Gran azul y se le colocó, filtro y aceite nuevo, quedando listo para continuar el recorrido, vámonos que Santa Elena y Boa Vista nos esperan.
A pesar del percance, la sabana continuaba siendo un espectáculo extraordinario, en el camino ríos por doquier, saltos de agua a cada poco y Tepuyes recordándonos a cada instante que los dioses pemones estaban allí, nos refrescamos en los Rápidos de Kamoiran, vimos desde lejos la Urna, el árbol de la vida, entramos al salto del Jaspe, donde el piso es rojo con vetas amarillas, paramos a disfrutar del Kama Merú, Pablo con su cámara tomó algunas buenas fotos del Roraima, a un lado del camino vimos la quebrada de Pacheco, y ya al final del día pasamos por San Francisco de Yuruaní, un poblado indígena de chozas circulares y techo de paja y luego por San Ignacio de Yuruaní, que es un poblado culí, que el gobierno hizo para los guyaneses que quisieron ser venezolanos. Ya casi de noche llegamos a Santa Elena y allí, otra vez llegamos a una casa de la CVG. Es bueno comentar que Darío, para este momento, ya se había convertido en nuestro líder máximo, en sensei absoluto, por sus altos conocimientos de mecánica y porque era sobrino de un alto gerente de CVG, y que abusando de eso que llaman tráfico de influencias, consiguió que nos prestaran esa casa, recordemos que éramos valientes expedicionarios, pero también pobres estudiantes universitarios.
El camino, aunque de tierra estaba muy bueno, pero era sumamente polvoriento y el JC5 azul, por algún motivo que nunca entendimos tenía un conducto directo para la entrada de ese muy fino polvo blanco desde la carretera al interior, así que nosotros tres, Darío, Jorge y yo estábamos absolutamente blancos al llegar a Santa Elena, con polvo hasta allí donde tú quieras pensarlo, mientras que nuestros compañeros del Gran Marrón se les veía limpios, frescos y pulcros como si fueran a misa.
Esa noche, nos medio lavamos, en Santa Elena no había agua todos los días y ese día no nos tocó y Salimos a buscar de comer y donde tomarnos al menos una cerveza. Santa Elena era algo más que Kavanayén, un pueblo minero de la última frontera de Venezuela, un pueblo olvidado por todos, frontera con Brasil que seguro los gobernantes en Brasilia tampoco sabían que tenían. Ciertamente había movimiento porque, como ya dije, era un pueblo minero, y comenzaba a tener la llegada de algunos extranjeros que ya olfateaban que en un futuro podría ser un lugar de encuentro turístico. La verdad es que el potencial de Santa Elena es extraordinario, pero en aquel tiempo, solo era el potencial.
Encontramos una casita donde vendían pollo y cerveza, lamentablemente no había dinero para el pollo y priorizamos, solo cerveza. Además tampoco fueron muchas, tres cervezas cada uno, y a dormir, estábamos cansados, el viaje había sido trajinado y la meta estaba aún a 200 kilómetros dentro de Brasil. Volvimos a nuestros hotel de ½ estrella, caminando por las callecitas del pueblo, el cual estaba de fiesta, el carnaval en la calle era más grande que el pueblo mismo, la cerveza corría como si fuera uno de los innumerables ríos que atraviesan la sabana, la gente bailaba mezclando la música entre calipsos del Callao y sambas do Brasil y el suelo se llenaba de potes de polar, la cerveza popular.
El jueves 17 de febrero salimos a las 10:00 de la madrugada, las calles de Santa Elena parecían que habían sufrido un deslave de ríos de cerveza, las latas casi tapizaban el suelo, quizá para que los vehículos las aplastaran y fuera más fácil venderlas a los recogedores de latas, aunque para esa época no los hubiera.
Fuimos al destacamento de la Guardia Nacional, presentamos algún documento para identificar el vehículo, y nuestras cedulas de identidad. Luego rodamos los 20 kilómetros hasta la frontera, ya comenzamos a ver entre los domos que forma el paisaje los hitos fronterizos que caminan al lado de la carretera, llegamos al cruce fronterizo, del lado venezolano no había nada, y nada es absolutamente nada, del lado de Brasil un edificio que para la época era moderno y que hacía poco había ganado un premio nacional de arquitectura en Brasil, era el Ministerio de la Fazenda, es decir la aduana, donde se hacia la documentación para ingresar al país, la verdad el tramite no era nada complicado, lo que más tiempo requirió fue cuando nos bajaron del Jeep para que un funcionario brasileño se introdujera dentro del Jeep con una lata de spray de algún insecticida y una mallita un tanto ridícula, con los que fumigó y humilló al glorioso Jeep, y luego con la mallita de cazar mariposas intentó dar caza a algún mosquito venezolano que subrepticiamente quería ingresar a territorio brasileño, quizá buscando a alguna mosquita-garota que al fragor de las caipiriñas se dejara llevar por los arrebatos del carnaval. Pero, luego de esta demostración de que los mosquitos venezolanos no son bien recibido en Brasil seguimos el camino.
amanhã continuará…

Carlos Mauricio Melo Pedroza
@carlosmelo1962

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