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domingo, 3 de septiembre de 2017



RAFAEL LUCIANI 02 de septiembre de 2017
@rafluciani

De nuestra participación responsable y activa en la vida de los países depende la salud colectiva de todos y cada uno de sus miembros. No es algo que puede ser dejado sólo a los partidos políticos, pues aunque sabemos que el país no funcionaría sin ellos, también hay que reconocer que una nación es mucho más que los partidos. El país es de todos. En la Encíclica Populorum Progressio el Papa Pablo VI hizo un llamado a todos los cristianos a custodiar que las prácticas sociopolíticas, económicas y religiosas se orienten al bien común (PP 42), sin exclusión. Años más tarde, San Juan Pablo II sostuvo en la Encíclica Sollicitudo rei socialis que «la salud de una comunidad política se expresa mediante la libre participación y responsabilidad de todos los ciudadanos en la gestión pública, la seguridad del derecho, el respeto y la promoción de los derechos humanos» (Sollicitudo rei socialis 44).

De acuerdo con la Doctrina Social de la Iglesia, el discernimiento de lo político ha de ir más allá de una mera crítica pragmática sobre el buen funcionamiento o no de las estructuras sociopolíticas y los sistemas económicos, privados o públicos. Urge recuperar, ante todo, la visión moral de la crítica política. Esto significa que el discernimiento cristiano debe ponderar, siempre, el paso de condiciones de vida menos dignas a otras mejores y más humanas, como sostuvieron los Obispos Latinoamericanos reunidos en Medellín (Medellín 6). Pero este paso sólo puede ser aceptado cuando se construye haciendo uso de medios moralmente lícitos (Los católicos en la vida política 6. Documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe).

La verdad moral se mide por el grado de humanización o fraternización de una sociedad. Dicha lógica se basa en relaciones que unan a todos los ciudadanos más allá de sus creencias religiosas, posiciones políticas o estatus socioeconómicos. En 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoció que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos», pero precisó que «siendo dotados de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros» (artículo 1). Es una lógica no retributiva, sino recíproca y potenciadora de los dones y los talentos personales, para ponerlos al servicio del bien común.

Esto implica reconocer siempre que la dignidad humana es sagrada y que no está condicionada por posiciones políticas, socioeconómicas o religiosas. Sin el respeto absoluto a esta dignidad, una sociedad podrá ser libre e igualitaria, pero nunca será fecunda ni sana, y estará destinada al conflicto permanente. Al perder el horizonte moral caemos en la banalización de las prácticas, se consolidan actitudes como la indiferencia y la indolencia, y lo absurdo se va imponiendo como normal. En fin, se inicia un proceso de deshumanización progresiva.

Recuperar la senda de moralidad significa, hoy más que nunca, comprometernos con «la centralidad de la persona humana, los derechos humanos, el pluralismo político frente al pensamiento único y la exclusión por razones ideológicas o por cualquier otro motivo (..); la lucha contra la pobreza, el desempleo, la inseguridad jurídica y social, y la violencia (..); la libertad de expresión y una respuesta a la situación infrahumana de nuestros hermanos privados de libertad y de los que se sienten perseguidos» (Conferencia Episcopal Venezolana. Tiempo de diálogo). Es un llamado a recuperar la senda moral como dimensión fundamental para restituir la ciudadanía.

Rafael Luciani
Doctor en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani

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