Carlos
Mauricio Melo Pedroza 26 de septiembre de 2017
@carlosmelo1962
A la
mañana del 16 de febrero de 1983, salimos temprano a conocer la Misión de los
Franciscanos en Kavanayén, una construcción con un frente espectacular de
grandes bloques de piedra, pero que es pura fachada, además vimos la casa de
Caldera (así le decían) y salimos a conocer el Salto Apongüao.
Llegamos
al Apongüao, estacionamos, donde los indígenas nos indicaron y donde de una vez
nos cobraron, porque serán indígenas, pero el capitalismo lo tienen bien
arraigado, cobran hasta porque les robemos el alma con una fotografía. El
estacionamiento queda, justo lateral a la cima del salto, desde allí se ve la
majestuosidad del espectáculo, se puede observar el arcoíris causado por la
nube de agua que causa la llovizna del salto, pero también se puede bajar por
una trocha, a la laguna donde cae el gran chorro desde 120 metros… ya desde
abajo sabes que la naturaleza es mucho más grande que tú, te sientes
insignificante ante esta maravilla, ante una gran cortina gigante de agua, una
extraordinaria comunión con la madre tierra, eso hay que vivirlo para igual no
poder describirlo. El clan de los cinco, no nos cambiábamos por nadie, éramos
los exploradores de tanto verde, azul y blanco. Nos bañamos en la laguna,
tomamos de esa agua cristalina, disfrutamos cada segundo en el Gran Apongüao y
cuando decidimos que ya era suficiente, ahora saldríamos a Santa Elena de
Uairén, en la frontera sur, la última frontera de Venezuela. Después del baño,
subimos por el mismo camino al lado del Salto y llegamos al CJ5 azul, y allí,
¡comenzó Cristo a Padecer!
Una gran
mancha de aceite bajo el Gran CJ5 azul… Darío medio sabia de mecánica, Jorge sabía
no preocuparse por nada y yo, no sabía nada. Darío checo por debajo del jeep, y
con gran sabiduría determinó que el filtro de aceite estaba roto… quizá una
piedra, pero lo cierto es que nuestro stock de repuestos se limitaba al bidón
de gasolina y una garrafa de aceite y estábamos en medio de la nada, nos
quedaba un pedazo de pan y la garrafa de aceite.
Establecimos
el plan de acción, Pablo, en el Gran CJ7 Marrón iría a Kavanayén y compraría en
la tienda de abarrotes un filtro y regresaría para instalarlo. Lástima que en
Kavanayén no hubiera tienda de abarrotes, y por ningún lado vendían filtros, de
alguna manera busco a John Junior y con él fueron a la única tienda donde quizá
se podría conseguir el filtro, el basurero del pueblo. Allí buscaron y sería
con ayuda de la divina providencia que consiguieron un filtro PS-1001, la
especificación requerida, el mecánico y dueño del vehículo, Darío lo lavo con
gasolina, y diría yo que quedó como nuevecito, se levantó con un gato al Gran
azul y se le colocó, filtro y aceite nuevo, quedando listo para continuar el
recorrido, vámonos que Santa Elena y Boa Vista nos esperan.
A pesar
del percance, la sabana continuaba siendo un espectáculo extraordinario, en el
camino ríos por doquier, saltos de agua a cada poco y Tepuyes recordándonos a
cada instante que los dioses pemones estaban allí, nos refrescamos en los
Rápidos de Kamoiran, vimos desde lejos la Urna, el árbol de la vida, entramos
al salto del Jaspe, donde el piso es rojo con vetas amarillas, paramos a disfrutar
del Kama Merú, Pablo con su cámara tomó algunas buenas fotos del Roraima, a un
lado del camino vimos la quebrada de Pacheco, y ya al final del día pasamos por
San Francisco de Yuruaní, un poblado indígena de chozas circulares y techo de
paja y luego por San Ignacio de Yuruaní, que es un poblado culí, que el
gobierno hizo para los guyaneses que quisieron ser venezolanos. Ya casi de
noche llegamos a Santa Elena y allí, otra vez llegamos a una casa de la CVG. Es
bueno comentar que Darío, para este momento, ya se había convertido en nuestro
líder máximo, en sensei absoluto, por sus altos conocimientos de mecánica y
porque era sobrino de un alto gerente de CVG, y que abusando de eso que llaman
tráfico de influencias, consiguió que nos prestaran esa casa, recordemos que
éramos valientes expedicionarios, pero también pobres estudiantes
universitarios.
El
camino, aunque de tierra estaba muy bueno, pero era sumamente polvoriento y el
JC5 azul, por algún motivo que nunca entendimos tenía un conducto directo para
la entrada de ese muy fino polvo blanco desde la carretera al interior, así que
nosotros tres, Darío, Jorge y yo estábamos absolutamente blancos al llegar a
Santa Elena, con polvo hasta allí donde tú quieras pensarlo, mientras que
nuestros compañeros del Gran Marrón se les veía limpios, frescos y pulcros como
si fueran a misa.
Esa
noche, nos medio lavamos, en Santa Elena no había agua todos los días y ese día
no nos tocó y Salimos a buscar de comer y donde tomarnos al menos una cerveza.
Santa Elena era algo más que Kavanayén, un pueblo minero de la última frontera
de Venezuela, un pueblo olvidado por todos, frontera con Brasil que seguro los
gobernantes en Brasilia tampoco sabían que tenían. Ciertamente había movimiento
porque, como ya dije, era un pueblo minero, y comenzaba a tener la llegada de
algunos extranjeros que ya olfateaban que en un futuro podría ser un lugar de
encuentro turístico. La verdad es que el potencial de Santa Elena es
extraordinario, pero en aquel tiempo, solo era el potencial.
Encontramos
una casita donde vendían pollo y cerveza, lamentablemente no había dinero para
el pollo y priorizamos, solo cerveza. Además tampoco fueron muchas, tres
cervezas cada uno, y a dormir, estábamos cansados, el viaje había sido
trajinado y la meta estaba aún a 200 kilómetros dentro de Brasil. Volvimos a
nuestros hotel de ½ estrella, caminando por las callecitas del pueblo, el cual
estaba de fiesta, el carnaval en la calle era más grande que el pueblo mismo,
la cerveza corría como si fuera uno de los innumerables ríos que atraviesan la
sabana, la gente bailaba mezclando la música entre calipsos del Callao y sambas
do Brasil y el suelo se llenaba de potes de polar, la cerveza popular.
El jueves
17 de febrero salimos a las 10:00 de la madrugada, las calles de Santa Elena
parecían que habían sufrido un deslave de ríos de cerveza, las latas casi
tapizaban el suelo, quizá para que los vehículos las aplastaran y fuera más
fácil venderlas a los recogedores de latas, aunque para esa época no los
hubiera.
Fuimos al
destacamento de la Guardia Nacional, presentamos algún documento para
identificar el vehículo, y nuestras cedulas de identidad. Luego rodamos los 20
kilómetros hasta la frontera, ya comenzamos a ver entre los domos que forma el
paisaje los hitos fronterizos que caminan al lado de la carretera, llegamos al
cruce fronterizo, del lado venezolano no había nada, y nada es absolutamente
nada, del lado de Brasil un edificio que para la época era moderno y que hacía
poco había ganado un premio nacional de arquitectura en Brasil, era el
Ministerio de la Fazenda, es decir la aduana, donde se hacia la documentación
para ingresar al país, la verdad el tramite no era nada complicado, lo que más
tiempo requirió fue cuando nos bajaron del Jeep para que un funcionario
brasileño se introdujera dentro del Jeep con una lata de spray de algún
insecticida y una mallita un tanto ridícula, con los que fumigó y humilló al
glorioso Jeep, y luego con la mallita de cazar mariposas intentó dar caza a
algún mosquito venezolano que subrepticiamente quería ingresar a territorio
brasileño, quizá buscando a alguna mosquita-garota que al fragor de las
caipiriñas se dejara llevar por los arrebatos del carnaval. Pero, luego de esta
demostración de que los mosquitos venezolanos no son bien recibido en Brasil
seguimos el camino.
amanhã
continuará…
Carlos
Mauricio Melo Pedroza
@carlosmelo1962